No importa los años que pasen. No hay nada como el primer día de clase. Tanto para el profesor como para el alumno. En estos momentos, desde hace ya dos cursos, me encuentro en la posición de profesor y el día antes de que empiecen las clases, mientras organizo todo lo que voy a necesitar, preparo las clases y me mentalizo de que el curso empieza, me vienen a la memoria recuerdos de cuándo era estudiante y tenía que organizar todo para el primer día de clase: nervios, curiosidad, estrés, compras de última hora, inquietudes en la mesa y libretas nuevas en la mochila.
Las sensaciones que experimenta un profesor son exactamente las mismas pero a la inversa. Los nervios de los días previos, el estrés por tener todo el material que quieres usar, el querer saber cómo será el aula donde vas a enseñar, quienes serán los alumnos esta vez. Será porque me he criado con una madre maestra dedicada completamente a su trabajo y a sus hijos, pero al igual que le pasaba a ella durante los más de treinta años que enseñó, nunca he dormido bien la noche de antes.
La imagen que he compuesto corresponde a algunos momentos vividos durante estos dos años como profesora de español en la Universidad de Ghana. Clases vacías que representan mis nervios antes del comienzo de la clase, la espera del profesor a los alumnos, que en breve llenarán la clase de preguntas, inquietudes y motivaciones. Además, estos espacios en la composición quieren reflejar también la importancia de tener un buen espacio donde trabajar y en caso de no tenerlo, como muchas veces es el caso aquí en África, la importancia del profesor de saber adaptarse a las circunstancias y ser capaz de crear clases innovadoras, creativas con los únicos recursos disponibles.
Teniendo en cuenta los recursos, el espacio, el tipo de alumnos y la asignatura que vas a enseñar, preparas clases de la forma más creativa posible, activas y que motiven al alumno a querer saber más, participar en clase y volver el próximo día con ganas de volver a aprender de esa forma. Para mí, es muy importante el movimiento en la clase. El lenguaje requiere del movimiento del cuerpo, gestos y no siempre nos comunicamos de forma pasiva sentados y con mesas de por medio. No importa el aspecto que queramos enseñar, siempre vamos a poder darle un enfoque activo en la clase.
He situado en el centro de la composición unos alumnos saltando, con camisetas en español. Estos estudiantes forman parte de un club hispánico, formado exclusivamente por estudiantes de español que organiza actividades extraescolares durante el curso relacionadas con el español: teatro, poesía, canto, salsa, ciclos de cine, charlas, etc. La motivación del alumno no solo depende del profesor, las clases, el material o las actividades, sino que son las actividades integradas en el día a día del alumno lo que le hace sentirse parte de un grupo, pertenecer a una nueva comunidad que comparte gustos y aficiones en un nuevo código de comunicación: el español.
Muy importante es la transmisión de conocimientos culturales, la conexión con el alumno a través de elementos tan intrínsecos en la lengua como es la comida, el cine, la música, el teatro o el deporte. El no hacer las clases de forma convencional requiere mucho trabajo por parte del profesor pero no hay mayor satisfacción para este que llegar a casa con la sonrisa puesta al saber que la clase ha sido un éxito.
Dicho éxito va a depender en gran medida de cómo hagamos la primera clase, de ahí que para mí sea tan importante esos minutos que suelo pasar sola en el nuevo aula antes de que lleguen los alumnos. La conexión que no crees con el alumno el primer día, va a ser difícil que se cree en las clases posteriores. La imagen que queremos dar a nuestros alumnos se forja en los primeros minutos de interacción con ellos en la primera clase, como en una primera cita o encuentro. La clase debe ser un espacio más dentro de su realidad. Deben aprender español como si estuvieran en casa, en su habitación, en la calle o en un puesto de trabajo. En otras palabras, debemos crear un ambiente real de aprendizaje donde el alumno se sienta igual de cómodo o incómodo como se sentiría en otro contexto fuera del aula.
Uno de los problemas que existe en la enseñanza de lenguas es que al no enseñar a través de situaciones reales y naturales, el alumno hace una distinción entre lo que aprende en el aula y lo que vive fuera de ella. De ahí que sea difícil para él asociar lo aprendido con el uso de la lengua en un contexto fuera del aula. La falta de naturalidad, de movimiento, de lenguaje corporal, de entonación, de juegos de palabras, de emociones, etc. hace que el lenguaje que aprenden sea un código pasivo difícil de usar correctamente cuando realmente se necesita.
Para evitar todo esto, intento crear una gran conexión con el alumno desde que entran por la puerta el primer día de clase, me muestro como una persona cercana, auténtica y natural cuando uso el idioma que enseño. Elaboro actividades que impliquen movimiento, conexión entre ellos y retos de comunicación emocionales, pues solo hablamos cuando sentimos y necesitamos expresarlo. Sin emociones no hay comunicación, no hay idioma que se pueda aprender ni compartir. Las actividades extraescolares y la implicación del profesor en ellas es algo que el alumno valora mucho y acorta la distancia entre el profesor y el alumno.
Lo más importante para mí es conectar con ellos, conocer sus emociones y realidades y enseñarles a transmitirlas a través de una lengua diferente a la que están acostumbrados a usar. Consigo esto a través del uso del español para expresar también mis emociones e implicándome en su proceso de aprendizaje, de manera que yo sea otro de los elementos del proceso, dispuesto a aprender de ellos, igual que ellos de mí.
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